Aida Luz López Gómez*
Resumen
El
reconocimiento del carácter global de la crisis ambiental en los últimos años,
ha puesto de manifiesto los alarmantes indicadores de la desigualdad mundial.
Entre ellos, prevalecen de manera acuciante las relaciones de inequidad que son
mediadas por la diferencia cultural.
Entre
los grupos sociales más excluidos de la población mundial, se encuentran las
poblaciones indígenas. Paradójicamente, ellas son depositarias de la memoria
biocultural de la humanidad, un acervo milenario de prácticas, saberes y formas
de relación con la naturaleza que hoy resultan necesarios para superar la
crisis del mundo moderno.
En
este contexto, se abre un importante espacio de actuación para la educación
ambiental intercultural, que no puede pasar por alto el reconocimiento de
situaciones de conflicto y dominación, que prevalecen y se agudizan en las
regiones indígenas del mundo. Asimismo, una nueva aproximación a la búsqueda de
alternativas debe inducir un cambio de racionalidad que permita superar la
desigualdad social y las representaciones simbólicas descalificatorias hacia
los grupos culturales minoritarios.
En
una interesante reflexión del 2005, Edgar González Gaudiano señalaba que a tres
décadas de la Conferencia Intergubernamental sobre Educación Ambiental
organizada por la UNESCO en Tbilisi, Georgia, la implantación de la educación
ambiental en los países desarrollados la había ubicado como un modelo educativo
reformista, localizado en el circuito formal y principalmente dirigido a la
población infantil, subsumido en el sistema educativo vigente y que no
contribuye al cuestionamiento crítico del pensamiento y las prácticas de la
sociedad contemporánea (González Gaudiano, 2005:31).
En
América Latina, en cambio, la trayectoria de la educación ambiental ha seguido
un proceso diferente. Su inclusión en las instituciones educativas ha sido
lenta y a destiempo, mientras que las organizaciones y movimientos sociales han
adoptado sus planteamientos integrándolos a programas no formales de educación
para adultos, desarrollo comunitario y con un marcado acento en áreas rurales e
indígenas. Por tanto, al ser propuestas contestatarias, alternativas, que
pretenden subvertir el orden hegemónico establecido, tienen un precario peso
específico en los procesos educativos formales. (Ibid:36)
En
efecto, la educación ambiental desde la perspectiva de nuestra región, debe
favorecer una participación responsable y eficaz de la población en la toma de
decisiones que ponen en juego la calidad del medio natural, social y cultural;
así como el desarrollo de conocimientos y la transformación de actitudes para
la conservación y el mejoramiento del ambiente; pero de manera prioritaria, la
calidad de vida de la población.
El
reconocimiento del carácter global de la crisis ambiental en los últimos años,
ha puesto también sobre la palestra los alarmantes indicadores de la
desigualdad mundial. En este sentido, la educación ambiental debe aspirar a ser
una educación total para la mejora de la calidad de vida y de sus entornos,
asumiendo su caracterización como una práctica política, promotora de valores
que inciten a la transformación social, el pensamiento crítico y la acción
emancipatoria (Caride y Meira, 1998)
Debe
entenderse también como un proceso de liberación que abra la posibilidad de
cuestionar las formas establecidas de pensar el mundo, situando a las
comunidades y sus diversas formas de vida comunitaria en un lugar preferente,
remitiendo a la cuestión de la Otredad.
Los Otros,
los pueblos indígenas. Representación simbólica y exclusión
En
América Latina, la principal expresión de la Otredad son, sin duda, los
pueblos y comunidades indígenas. En esta, como en otras regiones del planeta,
el devenir histórico de estos pueblos está íntimamente vinculado al desarrollo
de los ecosistemas que habitan.
Víctor
Toledo hace referencia a la memoria biocultural
como aquellos procesos de diversificación biológica, genética, lingüística,
cognitiva, agrícola y paisajística; que son de carácter simbiótico y
coevolutivo (2008). Esta memoria se expresa en la variedad de genes, lenguas y
sabidurías, y está hoy alojada en los pueblos tradicionales e indígenas del
mundo.
El
propio Toledo afirma que para superar la crisis del mundo moderno (crisis
de civilización), es necesario reconocer
esta memoria biocultural y poner en práctica todo el repertorio de experiencias
y aprendizajes acumulados a lo largo del tiempo. Es decir, la diversidad
contenida en la memoria biocultural asegura la vida humana en la Tierra, en
tanto representa múltiples posibilidades de respuesta a las distintas
problemáticas ecosistémicas.
En
México, está diversidad se expresa en la existencia de 68 grupos lingüísticos,
con más de 360 variantes dialectales, que pertenecen a once familias
lingüísticas indoamericanas. Ello
sitúa a nuestro país en el 6° lugar en la lista de los países con mayor
diversidad lingüística del mundo.
En
24 millones de hectáreas del territorio nacional, la presencia de la población
indígena rebasa el 80%. En estas regiones se encuentra: el 50% de las selvas
húmedas (con 5 mil especies), el 50% de los bosques de niebla (con 3 mil
especies), y el 25% de los bosques templados (con 7 mil especies). Ello
permite reconocer que los indígenas de México figuran entre los grupos con
mayor diversidad biológica del mundo (Boege, 2008).
La
importante relación entre diversidad biológica y cultural también ha sido
considerada por organismos e instrumentos internacionales (Convenio sobre la
Diversidad Biológica, 1992; Agenda 21, 1998; Decreto Promulgatorio del
Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología del Convenio sobre
la Diversidad Biológica, 2000; entre otros). En ellos se reconoce a los pueblos
indígenas como actores clave para la conservación de la diversidad biológica y
el desarrollo sustentable; se señala la importancia del Conocimiento
Tradicional; se considera la participación de las comunidades indígenas y
locales en la toma de decisiones, e incluso la necesidad de un reparto justo de
los beneficios derivados de la explotación de sus recursos genéticos y/o
saberes ancestrales.
No
obstante, las poblaciones indígenas del mundo siguen siendo sometidas a lógicas
de conquista y dominación en la era de la globalización excluyente. Estas
lógicas no se verifican únicamente en el ámbito del acceso a los recursos, sino
además en el de la representación simbólica. Si bien es cierto que las
desigualdades que aquejan a la población indígena se derivan históricamente de
los procesos de explotación y apropiación mercantil –de su fuerza de trabajo y
recursos- a los que han sido sometidos,
ellas se ven agudizadas por la falta de reconocimiento a su
especificidad cultural y la anulación del derecho a construir un futuro propio
a partir de esa diferencia.
Ello remite, en efecto, al conflicto por los
recursos materiales, pero da cuenta también de un conflicto intercultural. Por
tanto, la construcción de una racionalidad alternativa como la que propone la
educación ambiental, que visibilice los procesos de hegemonía-subordinación
entre las distintas culturas que coexisten en nuestro país, no sólo debe dar
cuenta del rezago económico y el deterioro de los ecosistemas que habitan los
pueblos indígenas, sino también de las representaciones simbólicas que el resto
de la sociedad tiene sobre ellos.
Las condiciones de vida de los pueblos indígenas de
México suelen asociarse con los términos
exclusión ó marginación, haciendo referencia a los indicadores socioeconómicos
que muestran bajos niveles de ingreso, escaso acceso a los bienes de consumo,
así como a los servicios del Estado. Sin embargo, la exclusión no se restringe
a la esfera de las relaciones de producción, ingreso y consumo. Se trata de un
fenómeno complejo que se articula a partir de la conjunción de diversos
procesos y relaciones de poder, que se hace posible y se perpetúa, mediante la
exclusión sistemática de otros espacios del sistema sociocultural.
Existen dos aspectos constitutivos de la situación
de exclusión: el proceso de suplantación y el proceso de creación de un campo
racional y valorativo en el que se niegan y descalifican las características de
aquél a quien se excluye (individuo o colectivo). Las representaciones
simbólicas en contextos de dominación, aparecen entonces como procesos de suplantación y
exclusión de un grupo, o grupos sociales de los espacios institucionales que
posibilitan el aprovechamiento de los recursos disponibles. Estos procesos se
acompañan de una formación ideológica que justifica la exclusión, mediante el
establecimiento de estereotipos que niegan, oponen y despersonalizan al
excluido. El intento descalificador que supone la exclusión simbólica, está en
la base misma de los mecanismos de poder. (San Román, 1990).
A partir de la conquista, ha prevalecido una
construcción simbólica de los indígenas que ha justificado y mantenido su otredad,
llegando incluso a mantenerlos al margen del proyecto nacional en diversas etapas de la historia.
En la constitución de los procesos políticos y económicos hegemónicos hasta
finales del siglo XX las nociones hegemónicas y crecientemente homogeneizadoras
de orden, desarrollo y progreso, se
veían como categorías contrarias a la identidad étnica, que debía ser
“rebasada”. De tal suerte, el conflicto derivado de las condiciones materiales
de existencia de los pueblos originarios, ha convivido históricamente con el
conflicto de la falta de reconocimiento a su diferencia cultural.
En las últimas décadas, parece haber un cambio de
rumbo en las políticas públicas hacia los pueblos indígenas, al menos a nivel
discursivo, tanto en el plano nacional como en el de los foros internacionales.
La
diversidad cultural ha sido paulatinamente aceptada e incorporada en los marcos
legislativos. Actualmente, se le reconoce no sólo como un derecho, sino incluso
como una fortaleza para el desarrollo (véase el planteamiento de Desarrollo con identidad del Banco
Interamericano de Desarrollo) y se destaca el potencial de las culturas
originarias para enfrentar algunos de los grandes retos de nuestra
civilización, por ejemplo, la conservación de la diversidad biológica (véase el
Artículo 8j del Convenio sobre Diversidad Biológica).
Como
señala Álvaro Bello (2004), en la actualidad resulta difícil que alguien, ya
sea institución o autoridad, sostenga abiertamente posturas asimilacionistas o
racistas como las que existieron en el pasado. Sin embargo, en el terreno del ejercicio pleno de los derechos
culturales y de la convivencia cotidiana, se observan grandes contradicciones.
Más aún,
en las décadas recientes, han emergido nuevas representaciones simbólicas que
resultan legitimadoras de la hegemonía en el sentido propuesto por Manuel
Castells (1997). Aparecen así ideas como la tolerancia,
el desarrollo con identidad o los
pueblos indígenas como cuidadores de la
diversidad biológica.
Interculturalidad y educación ambiental como
caminos
Como
hemos señalado en otros momentos, la interculturalidad tiene como fundamentos
éticos: Hacer visibles las desigualdades entre culturas, es decir, aquellas
relaciones de poder que benefician a un grupo cultural por encima de otro u
otros. Reconoce que los Otros, tienen
derecho a una visión de futuro propia, construida desde su identidad particular
y, por tanto, resulta contraria a cualquier visión totalitaria y
homogeneizadora del Desarrollo.
La
interculturalidad supone pluralismo, toma de decisiones en situaciones de
complejidad, donde los pensamientos y orientaciones son distintos, lo que
representa además la necesidad de construcción de nuevos proyectos políticos
para las diferentes sociedades humanas. Es contraria al racismo y persigue la
justicia retributiva y distributiva.
La
interculturalidad interpela los diversos enfoques “participativos” en las
políticas de desarrollo local y regional. No es suficiente incorporar la
perspectiva de los “otros” en ciertas etapas de los procesos de planeación. Por
el contrario, es preciso generar nuevas sinergias y formas de construir
conocimientos en la interacción con los demás y con la realidad, ello va desde
la identificación misma de las problemáticas, hasta la formulación de
propuestas de solución, caminos y compromisos que involucren a todos los
actores en la toma de decisiones.
Además,
no puede pasar por alto el reconocimiento de situaciones de conflicto y
dominación, históricamente configuradas, en los diversos espacios ecosistémicos
y culturales. Esta nueva aproximación a la búsqueda de alternativas reales debe
inducir un cambio de racionalidad que permita superar la desigualdad social y
las representaciones simbólicas descalificatorias hacia algunos grupos
culturales, debe fortalecer el reconocimiento pleno a la cultura propia, así
como sentar las bases éticas y filosóficas para una práctica dialógica entre
todos los sectores de la sociedad.
Para
ello, debemos empezar por reconocer que la tradición occidental de construcción
de conocimiento es un producto cultural que a su vez coexiste e interactúa
constantemente con una diversidad de formas de interpretar el mundo, es decir,
con una pluralidad de culturas. Esta diversidad se expresa en los distintos
saberes y conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas y otras minorías
étnicas, a los cuales la ciencia contemporánea les asigna frecuentemente el
lugar de proveedores de información, pero no a través del reconocimiento de
estos saberes como formas efectivas de conocimiento que pueden aportar visiones
valiosas para la construcción de alternativas.
En
consecuencia, el enfoque intercultural plantea una transformación radical del
hecho educativo, y encuentra importantes puntos de convergencia con la visión
interdisciplinaria, holística y compleja de la educación ambiental, para
transitar hacia procesos de construcción dialógica de los conocimientos
necesarios para hacer frente a la crisis ambiental, que es en definitiva una
crisis civilizatoria.
Referencias bibliográficas
BELLO, A. (2004)
Etnicidad y ciudadanía en América Latina. La acción colectiva de los pueblos
indígenas. CEPAL. Santiago de Chile
BOEGE, E. (2008)
El patrimonio biocultural de los pueblos indígenas de México. INAH-CDI. México.
CARIDE, J. A. y
MEIRA, P. A. (1998): "Educación Ambiental y desarrollo: la sustentabilidad
y lo comunitario como alternativas". Revista Interuniversitaria de
Pedagogía Social, º 2 (segunda época), pp. 7-30.
CASTELLS, M.
(1997) La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Vol.2 El poder
de la identidad. Alianza Editorial, Madrid.
GONZÁLEZ GAUDIANO,
E. (2005) “Educación ambiental para el desarrollo sustentable: transiciones
conceptuales en la última década” en López Hernández et al. (coords) La
profesionalización de los educadores ambientales hacia el desarrollo humano
sustentable. ANUIES. México
SAN ROMÁN, T.
(1990) Vejez y cultura: hacia los límites del sistema. Fundació Caixa de
Pensions i Estalvis. Barcelona.
TOLEDO, V. M. y Narciso Berrera-Bassols (2008) La memoria biocultural. La importancia ecológica de
las sabidurías tradicionales. Icaria. Barcelona.
*Profesora investigadora de la Maestría en Educación Ambiental de la Universidad
Autónoma de la Ciudad de México
No hay comentarios:
Publicar un comentario