lunes, 30 de julio de 2012

Superar la exclusión simbólica: un reto de la educación ambiental intercultural


Aida Luz López Gómez*

Resumen
 El reconocimiento del carácter global de la crisis ambiental en los últimos años, ha puesto de manifiesto los alarmantes indicadores de la desigualdad mundial. Entre ellos, prevalecen de manera acuciante las relaciones de inequidad que son mediadas por la diferencia cultural.

Entre los grupos sociales más excluidos de la población mundial, se encuentran las poblaciones indígenas. Paradójicamente, ellas son depositarias de la memoria biocultural de la humanidad, un acervo milenario de prácticas, saberes y formas de relación con la naturaleza que hoy resultan necesarios para superar la crisis del mundo moderno.

En este contexto, se abre un importante espacio de actuación para la educación ambiental intercultural, que no puede pasar por alto el reconocimiento de situaciones de conflicto y dominación, que prevalecen y se agudizan en las regiones indígenas del mundo. Asimismo, una nueva aproximación a la búsqueda de alternativas debe inducir un cambio de racionalidad que permita superar la desigualdad social y las representaciones simbólicas descalificatorias hacia los grupos culturales minoritarios.



En una interesante reflexión del 2005, Edgar González Gaudiano señalaba que a tres décadas de la Conferencia Intergubernamental sobre Educación Ambiental organizada por la UNESCO en Tbilisi, Georgia, la implantación de la educación ambiental en los países desarrollados la había ubicado como un modelo educativo reformista, localizado en el circuito formal y principalmente dirigido a la población infantil, subsumido en el sistema educativo vigente y que no contribuye al cuestionamiento crítico del pensamiento y las prácticas de la sociedad contemporánea (González Gaudiano, 2005:31).

En América Latina, en cambio, la trayectoria de la educación ambiental ha seguido un proceso diferente. Su inclusión en las instituciones educativas ha sido lenta y a destiempo, mientras que las organizaciones y movimientos sociales han adoptado sus planteamientos integrándolos a programas no formales de educación para adultos, desarrollo comunitario y con un marcado acento en áreas rurales e indígenas. Por tanto, al ser propuestas contestatarias, alternativas, que pretenden subvertir el orden hegemónico establecido, tienen un precario peso específico en los procesos educativos formales. (Ibid:36)

En efecto, la educación ambiental desde la perspectiva de nuestra región, debe favorecer una participación responsable y eficaz de la población en la toma de decisiones que ponen en juego la calidad del medio natural, social y cultural; así como el desarrollo de conocimientos y la transformación de actitudes para la conservación y el mejoramiento del ambiente; pero de manera prioritaria, la calidad de vida de la población.

El reconocimiento del carácter global de la crisis ambiental en los últimos años, ha puesto también sobre la palestra los alarmantes indicadores de la desigualdad mundial. En este sentido, la educación ambiental debe aspirar a ser una educación total para la mejora de la calidad de vida y de sus entornos, asumiendo su caracterización como una práctica política, promotora de valores que inciten a la transformación social, el pensamiento crítico y la acción emancipatoria (Caride y Meira, 1998)

Debe entenderse también como un proceso de liberación que abra la posibilidad de cuestionar las formas establecidas de pensar el mundo, situando a las comunidades y sus diversas formas de vida comunitaria en un lugar preferente, remitiendo a la cuestión de la Otredad.

Los Otros, los pueblos indígenas. Representación simbólica y exclusión
 En América Latina, la principal expresión de la Otredad son, sin duda, los pueblos y comunidades indígenas. En esta, como en otras regiones del planeta, el devenir histórico de estos pueblos está íntimamente vinculado al desarrollo de los ecosistemas que habitan.

Víctor Toledo hace referencia a la memoria biocultural como aquellos procesos de diversificación biológica, genética, lingüística, cognitiva, agrícola y paisajística; que son de carácter simbiótico y coevolutivo (2008). Esta memoria se expresa en la variedad de genes, lenguas y sabidurías, y está hoy alojada en los pueblos tradicionales e indígenas del mundo.

El propio Toledo afirma que para superar la crisis del mundo moderno (crisis de  civilización), es necesario reconocer esta memoria biocultural y poner en práctica todo el repertorio de experiencias y aprendizajes acumulados a lo largo del tiempo. Es decir, la diversidad contenida en la memoria biocultural asegura la vida humana en la Tierra, en tanto representa múltiples posibilidades de respuesta a las distintas problemáticas ecosistémicas.

En México, está diversidad se expresa en la existencia de 68 grupos lingüísticos, con más de 360 variantes dialectales, que pertenecen a once familias lingüísticas       indoamericanas. Ello sitúa a nuestro país en el 6° lugar en la lista de los países con mayor diversidad lingüística del mundo.

En 24 millones de hectáreas del territorio nacional, la presencia de la población indígena rebasa el 80%. En estas regiones se encuentra: el 50% de las selvas húmedas (con 5 mil especies)‏, el 50% de los bosques de niebla (con 3 mil especies)‏, y el 25% de los bosques templados (con 7 mil especies). Ello permite reconocer que los indígenas de México figuran entre los grupos con mayor diversidad biológica del mundo (Boege, 2008).

La importante relación entre diversidad biológica y cultural también ha sido considerada por organismos e instrumentos internacionales (Convenio sobre la Diversidad Biológica, 1992; Agenda 21, 1998; Decreto Promulgatorio del Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología del Convenio sobre la Diversidad Biológica, 2000; entre otros). En ellos se reconoce a los pueblos indígenas como actores clave para la conservación de la diversidad biológica y el desarrollo sustentable; se señala la importancia del Conocimiento Tradicional; se considera la participación de las comunidades indígenas y locales en la toma de decisiones, e incluso la necesidad de un reparto justo de los beneficios derivados de la explotación de sus recursos genéticos y/o saberes ancestrales.

No obstante, las poblaciones indígenas del mundo siguen siendo sometidas a lógicas de conquista y dominación en la era de la globalización excluyente. Estas lógicas no se verifican únicamente en el ámbito del acceso a los recursos, sino además en el de la representación simbólica. Si bien es cierto que las desigualdades que aquejan a la población indígena se derivan históricamente de los procesos de explotación y apropiación mercantil –de su fuerza de trabajo y recursos- a los que han sido sometidos,  ellas se ven agudizadas por la falta de reconocimiento a su especificidad cultural y la anulación del derecho a construir un futuro propio a partir de esa diferencia.

Ello remite, en efecto, al conflicto por los recursos materiales, pero da cuenta también de un conflicto intercultural. Por tanto, la construcción de una racionalidad alternativa como la que propone la educación ambiental, que visibilice los procesos de hegemonía-subordinación entre las distintas culturas que coexisten en nuestro país, no sólo debe dar cuenta del rezago económico y el deterioro de los ecosistemas que habitan los pueblos indígenas, sino también de las representaciones simbólicas que el resto de la sociedad tiene sobre ellos.

Las condiciones de vida de los pueblos indígenas de México suelen asociarse con los  términos exclusión ó marginación, haciendo referencia a los indicadores socioeconómicos que muestran bajos niveles de ingreso, escaso acceso a los bienes de consumo, así como a los servicios del Estado. Sin embargo, la exclusión no se restringe a la esfera de las relaciones de producción, ingreso y consumo. Se trata de un fenómeno complejo que se articula a partir de la conjunción de diversos procesos y relaciones de poder, que se hace posible y se perpetúa, mediante la exclusión sistemática de otros espacios del sistema sociocultural.

Existen dos aspectos constitutivos de la situación de exclusión: el proceso de suplantación y el proceso de creación de un campo racional y valorativo en el que se niegan y descalifican las características de aquél a quien se excluye (individuo o colectivo). Las representaciones simbólicas en contextos de dominación, aparecen entonces como procesos de suplantación y exclusión de un grupo, o grupos sociales de los espacios institucionales que posibilitan el aprovechamiento de los recursos disponibles. Estos procesos se acompañan de una formación ideológica que justifica la exclusión, mediante el establecimiento de estereotipos que niegan, oponen y despersonalizan al excluido. El intento descalificador que supone la exclusión simbólica, está en la base misma de los mecanismos de poder. (San Román, 1990). 

A partir de la conquista, ha prevalecido una construcción simbólica de los indígenas que ha justificado y mantenido su otredad, llegando incluso a mantenerlos al margen del proyecto nacional en diversas etapas de la historia. En la constitución de los procesos políticos y económicos hegemónicos hasta finales del siglo XX las nociones hegemónicas y crecientemente homogeneizadoras de orden, desarrollo y progreso, se veían como categorías contrarias a la identidad étnica, que debía ser “rebasada”. De tal suerte, el conflicto derivado de las condiciones materiales de existencia de los pueblos originarios, ha convivido históricamente con el conflicto de la falta de reconocimiento a su diferencia cultural.

En las últimas décadas, parece haber un cambio de rumbo en las políticas públicas hacia los pueblos indígenas, al menos a nivel discursivo, tanto en el plano nacional como en el de los foros internacionales. La diversidad cultural ha sido paulatinamente aceptada e incorporada en los marcos legislativos. Actualmente, se le reconoce no sólo como un derecho, sino incluso como una fortaleza para el desarrollo (véase el planteamiento de Desarrollo con identidad del Banco Interamericano de Desarrollo) y se destaca el potencial de las culturas originarias para enfrentar algunos de los grandes retos de nuestra civilización, por ejemplo, la conservación de la diversidad biológica (véase el Artículo 8j del Convenio sobre Diversidad Biológica).

Como señala Álvaro Bello (2004), en la actualidad resulta difícil que alguien, ya sea institución o autoridad, sostenga abiertamente posturas asimilacionistas o racistas como las que existieron en el pasado. Sin embargo, en el terreno  del ejercicio pleno de los derechos culturales y de la convivencia cotidiana, se observan grandes contradicciones.

Más aún, en las décadas recientes, han emergido nuevas representaciones simbólicas que resultan legitimadoras de la hegemonía en el sentido propuesto por Manuel Castells (1997). Aparecen así ideas como la tolerancia, el desarrollo con identidad o los pueblos indígenas como cuidadores de la diversidad biológica.

Interculturalidad y educación ambiental como caminos
 Como hemos señalado en otros momentos, la interculturalidad tiene como fundamentos éticos: Hacer visibles las desigualdades entre culturas, es decir, aquellas relaciones de poder que benefician a un grupo cultural por encima de otro u otros. Reconoce que los Otros, tienen derecho a una visión de futuro propia, construida desde su identidad particular y, por tanto, resulta contraria a cualquier visión totalitaria y homogeneizadora del Desarrollo.

La interculturalidad supone pluralismo, toma de decisiones en situaciones de complejidad, donde los pensamientos y orientaciones son distintos, lo que representa además la necesidad de construcción de nuevos proyectos políticos para las diferentes sociedades humanas. Es contraria al racismo y persigue la justicia retributiva y distributiva.

La interculturalidad interpela los diversos enfoques “participativos” en las políticas de desarrollo local y regional. No es suficiente incorporar la perspectiva de los “otros” en ciertas etapas de los procesos de planeación. Por el contrario, es preciso generar nuevas sinergias y formas de construir conocimientos en la interacción con los demás y con la realidad, ello va desde la identificación misma de las problemáticas, hasta la formulación de propuestas de solución, caminos y compromisos que involucren a todos los actores en la toma de decisiones.

Además, no puede pasar por alto el reconocimiento de situaciones de conflicto y dominación, históricamente configuradas, en los diversos espacios ecosistémicos y culturales. Esta nueva aproximación a la búsqueda de alternativas reales debe inducir un cambio de racionalidad que permita superar la desigualdad social y las representaciones simbólicas descalificatorias hacia algunos grupos culturales, debe fortalecer el reconocimiento pleno a la cultura propia, así como sentar las bases éticas y filosóficas para una práctica dialógica entre todos los sectores de la sociedad.

Para ello, debemos empezar por reconocer que la tradición occidental de construcción de conocimiento es un producto cultural que a su vez coexiste e interactúa constantemente con una diversidad de formas de interpretar el mundo, es decir, con una pluralidad de culturas. Esta diversidad se expresa en los distintos saberes y conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas y otras minorías étnicas, a los cuales la ciencia contemporánea les asigna frecuentemente el lugar de proveedores de información, pero no a través del reconocimiento de estos saberes como formas efectivas de conocimiento que pueden aportar visiones valiosas para la construcción de alternativas.

En consecuencia, el enfoque intercultural plantea una transformación radical del hecho educativo, y encuentra importantes puntos de convergencia con la visión interdisciplinaria, holística y compleja de la educación ambiental, para transitar hacia procesos de construcción dialógica de los conocimientos necesarios para hacer frente a la crisis ambiental, que es en definitiva una crisis civilizatoria.

Referencias bibliográficas
BELLO, A. (2004) Etnicidad y ciudadanía en América Latina. La acción colectiva de los pueblos indígenas. CEPAL. Santiago de Chile

BOEGE, E. (2008) El patrimonio biocultural de los pueblos indígenas de México. INAH-CDI. México.

CARIDE, J. A. y MEIRA, P. A. (1998): "Educación Ambiental y desarrollo: la sustentabilidad y lo comunitario como alternativas". Revista Interuniversitaria de Pedagogía Social, º 2 (segunda época), pp. 7-30.

CASTELLS, M. (1997) La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Vol.2 El poder de la identidad. Alianza Editorial, Madrid.

GONZÁLEZ GAUDIANO, E. (2005) “Educación ambiental para el desarrollo sustentable: transiciones conceptuales en la última década” en López Hernández et al. (coords) La profesionalización de los educadores ambientales hacia el desarrollo humano sustentable. ANUIES. México

SAN ROMÁN, T. (1990) Vejez y cultura: hacia los límites del sistema. Fundació Caixa de Pensions i Estalvis. Barcelona.

TOLEDO, V. M. y Narciso Berrera-Bassols (2008) La memoria biocultural. La importancia ecológica de las sabidurías tradicionales. Icaria. Barcelona.



*Profesora investigadora de la Maestría en Educación Ambiental de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México

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